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Casta Álvarez

Omnipresente en la sitiada Zaragoza, con su bayoneta clavada en una pica -o más bien en un palo de escoba-, Casta Álvarez se convirtió en símbolo de la resistencia aragonesa contra los invasores

Omnipresente en la sitiada Zaragoza, con su bayoneta clavada en una pica -o más bien en un palo de escoba-, Casta Álvarez se convirtió en símbolo de la resistencia aragonesa contra los invasores. Mujer de armas tomar, algo brutota y mandona, pero franca y generosa, fue otra de esas mujeres del pueblo que todo lo dieron por la causa de la independencia

En Zaragoza a finales de noviembre de 1808, de un momento a otro se esperaba que volvieran a aparecer los ejércitos napoleónicos y que se repitiera lo mismo, es decir, que los franceses pusieran cerco a la ciudad y que los sitiados se defendieran con el mismo ahínco que ya lo hicieran, eso sí, a costa de millares de muertos.

En aquel extraño clima en el que el miedo empezaba a asentarse en los corazones, los soldados, lo mismo pertenecieran a los regimientos venidos de Cataluña y Valencia o hubieran llegado en solitario o en pequeños grupos, huyendo de otras partes de las Españas, para sumarse a la defensa de la ciudad, ya se encontraran faenando en los bastiones o vigilando en las puertas de la urbe o descansando en sus cuarteles o bebiendo vino en las tabernas o recuperándose de sus heridas en el hospital, no podían evitar fijarse en una mujer que, ciertamente, llamaba la atención. En virtud de que llevaba una bayoneta clavada y bien asentada en una pica, como si fuera un lansquenete -tal sostenían militares y civiles versados en armas- y, claro, preguntaban quién era y qué hacía con aquella antigualla y doquiera lo demandaran, el que fuere, hombre o mujer, les respondía que se llamaba Casta Álvarez.

Y él o ella empezaban a hablar de la señora Casta y no paraban. Contaban lo que habían oído de su boca decenas de veces, pues que la dueña era asaz parlanchina: Que había nacido en Orán, en el norte de África, ciudad donde los habitantes, llamados moros, llevaban un casquete en la cabeza, de diferente color los que habían ido a la ciudad santa de La Meca a cumplir la manda del profeta Mahoma, de los que no habían ido, y las mujeres un velo que les cubría la cabeza dejando una pequeña abertura en torno a los ojos, lo cual les impedía ver el mundo en toda su extensión, tan hermoso como es; que era viuda y tenía un hijo, listo como una ardilla, seguramente el que le había conseguido la bayoneta, pues que el rapaz recorría los campos de batalla en busca de botín sin reparar en el peligro. Añadían que no había mujer más animosa ni más trabajadora ni más sacrificada ni más patriota ni que odiara más a los franceses en el universo entero. Claro que, sin dejar de alabar sus prendas, también había quienes se quejaban de su mala lengua y de su mal genio, de que, desde que se avistara el primer enemigo por los montes y campos que circundan la capital aragonesa, se hubiera puesto a mandar como un sargento -«sargenta» decían, por dar un tinte peyorativo a la palabra y a la actitud de la dueña-, y había hasta quien se santiguaba al mentarla, aduciendo que, desde que sujetara la bayoneta a la pica -según algunos a un palo de escoba-, se había convertido en un general, y todos hacían votos para que no regañara al interpelante con motivo o sin motivo, pues que, a momentos, parecía que de su boca salía la cólera de Dios a borbotones.

Lo que era falso, ciento por ciento falacia, pero es que con la señora Casta se había cumplido el dicho popular de: «Cobra fama y échate a dormir», pues que los que la conocían la aceptaban como era: brutota pero franca y generosa, muy aragonesa, vaya, y apreciaban su valor y su entrega a la causa de la independencia y a lo que lleva parejo cualquier guerra. A lo que no se ve, a las labores de intendencia, por ejemplo, que tan imprescindibles resultan para el feliz decurso de la contienda. Máxime porque los que la habían visto abroncar a quien fuere, no les había dolido que increpara al cobarde, al medroso, al vago, al que se escaqueaba del trabajo, al que se escondía, al que se hacía pasar por enfermo y estaba sano, etcétera, que, dicho sea, eran un buen puñado.

Pero los que no la habían visto en su vida, aparte de asombrarse de que llevara la pica siempre consigo, con lo molesta que había de ser por lo larga que era, trataban de esquivarla por la fama que llevaba y porque no les fuera a dar un golpe, en un descuido, con el artilugio, pues que demasiada suerte habían tenido con salir ilesos del anterior asedio que había padecido la ciudad -que fue asaz terrible y sangriento- o de otras batallas que tuvieron lugar por buena parte de la geografía española, como para que la Casta, sin querer, les sacara un ojo o los lastimara. Y eso, que intentaban evitarla, aunque a veces, era imposible, dado que parecía estar en todas partes, pues que tan pronto subía a las murallas de la puerta de Sancho como se presentaba en el foso del Portillo o en el bastión del Carmen o en el del convento de San José pero, cuando llevaba el rancho y lo repartía entre la tropa y daba lo que sobraba a los paisanos, entonces era bien recibida por desconocidos y conocidos, y las gentes soportaban, de grado, su verbosidad y hasta que les echara una arenga, mismamente como si fuera el capitán general Palafox o el comandante del puesto que se tratare.

Y es que Casta, antes de empezar los bombardeos, era ya persona conocida en el barrio de San Pablo. Cierto que, durante la guerra lo fue en toda Zaragoza por méritos propios, por lo que dicho va y porque más parecía tener el don de la ubicuidad, que también va dicho, pero, cuando clavó la bayoneta en una pica o en un palo de escoba, lo que fuere, se convirtió en un símbolo de la resistencia aragonesa contra los invasores.

Porque, veamos, el día 15 de junio de 1808, el de la batalla de las Eras del Sepulcro -la segunda derrota francesa en la Península en razón de que la del Bruc fue la primera- había defendido la posición de la puerta de Sancho como la que más, arrojando piedras y adoquines a los enemigos desde la almena. Luego se había desplazado a la puerta del Portillo, donde auxilió a María Agustín que había recibido un fatídico balazo en el cuello que la dejaría manca para siempre, tan moza que era, y eso que todavía no se había fabricado su larga lanza, que entonces ya estuvo en todas las fortificaciones defendiéndolas y repartiendo el rancho que pagaba el gremio de sederos y se cocinaba en los fogones del hospital. Mientras se pudo distribuir, mientras fue posible, pues, para desdicha de todos, se terminaron las vituallas y cundió el hambre, la hambruna, para ser exactos, en la que se comió perro y gato. Y el 2 de julio, el día de la gesta de Agustina de Aragón fue la primera en felicitarla y, el 4, cuando la artillería enemiga derruyó el hospital y se quemó todo, estuvo al lado de la madre Rafols evacuando a los enfermos a otro lugar, en una penosa labor que duró varios días de ímprobo trabajo. Cierto que celebró, como el que más, que la francesada levantara el primer sitio y comió, qué comer, se dio un atracón cuando fue posible y cantó jotas y bailó de alegría, como todos los que sobrevivieron al embate de los invasores, a más de agradecer la victoria española a la Virgen del Pilar.

En los meses que transcurrieron entre los dos sitios, la señora Casta no dejó un solo día de presentarse en la puerta de Sancho con su bayoneta a la espalda por ver lo que hubiere y ella misma participó en la destrucción del puente de barcas que los enemigos habían levantado sobre el Ebro para cruzar el río. Y ya volvió a sus mandados, a ayudar a la madre Rafols en el hospital y, cuando los gabachos volvieron por el mismo lugar que se habían ido, a hacer lo mismo que habían hecho, es decir, a sitiar Zaragoza, con su temible artillería reforzada y nuevas tácticas de guerra, ella, como mucha otra gente no rebló y, animosa, anduvo de acá para allá, viendo cómo los enemigos destrozaban los bastiones, conquistaban las puertas y penetraban en la ciudad para asentarse en los puntos estratégicos. Ella, desalojando los cadáveres de las camas y suelos del hospital, sobre todo a los muertos de la calentura pútrida, que eran muchos más que los de bala o metralla, sin temor a contagiarse.

Cuando en Zaragoza no cabía un muerto más, no había qué comer y pronto no habría gente para morir, y las autoridades decidieron solicitar la capitulación porque resistir no llevaba ya a ninguna parte en razón de que no había defensores ni qué defender, pues la ciudad era ruina, una de las personas que se opuso a aquel negocio fue la señora Casta y, seguramente, la primera que habló de rendición. Y en la torre de la puerta de Sancho, viendo pasar la comitiva de la capitulación: varios próceres andando, desarmados y con las manos vacías, sólo con la bendición verbal del capitán general Palafox, que hay que decir que se estaba muriendo en una cama, contagiado de la peste, rodeados de un piquete de soldados franceses, ella increpó desde la altura a aquella diputación y gritó varias veces lo de vencer o morir, sin que le escuchara nadie de la guarnición, pues que hombres y mujeres estaban más que agotados y deseaban que se terminara aquel horror, aunque viniera otro peor incluso, pues que ya se conocía cómo eran los enemigos tan dados a violar mujeres, a matar gentes por un quítame allá esas pajas y tan amantes del saqueo, aunque instalaran una guillotina en la plaza del Mercado y pasaran a todos los habitantes por ella.

Así las cosas, de nada valió que los angustiados vecinos intentaran convencer a Casta Álvarez de que todo estaba perdido, que era vano, que llamaba cobardes a los embajadores que iban a firmar la capitulación que no era otra cosa, según ella, que una rendición -cuando hay diferencia-, que gritaba como una posesa, hasta que el comandante del puesto la mandó a su casa y le prohibió acercarse por allá.

Cuando los franceses se instalaron en la ciudad, algunos quisieron conocer a aquella una mujer que llevaba una bayoneta clavada en un largo palo, pero la interesada no se dejó ver, pese a que su fama había llegado a los campamentos franceses.

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